Un homenaje a la bicicleta que amenaza (a buena hora) con masificarse como medio de transporte en plena pandemia.
Por: Yuri Castro
Periodista
Yo no la elegí a ella, ella me eligió a mí; sin embargo, el amor fue a primera vista y se puso sobre ruedas, a paso lento, pero seguro. En realidad, era la que siempre estaba buscando, mejor dicho esperando. En un mundo egoísta y mezquino, en la que casi todos mueren por tener el lujo del año y si es de cuatro ruedas mejor, yo solo la esperaba imperfecta, pero con los rayos bien puestos, sencilla como ninguna.
De niño, y no me da vergüenza en decirlo, las necesidades en el hogar eran otras y no pude montar en una de ellas. Nacido y crecido en barrio movido, en el que las desigualdades económicas eran pequeñas, pero que a mí me parecían abismales, solo me conformé con observar al vecino de al lado paseando en una de ellas. Ya llegaría la hora de tener una, decía para mis adentros. En algún momento la tuve, pero solo fue pasajero y la verdad casi no la recuerdo.
Ya mudado a la urbe, primero en Lima y luego en Trujillo, siempre soñé con cruzar calles y avenidas montados en una de ellas, entre el caos y bocinas de carros ensordecedoras, como si de viajar en otro mundo paralelo se tratara. La oportunidad de tenerla y de hacer eso vino con el coronavirus. La pandemia nos unió y, todo parece, para nunca más separarnos.
La bicicleta se ha convertido en el medio de transporte ideal en tiempos de la peste. La que tengo para mí es única. Está pintada de azul, un color con el cual me identifico plenamente y, desde luego, es uno de mis favoritos. Lo mejor de todo es que ella me condujo hacia días muy amarillos, con mucha luz, pero esa es otra historia, aún más maravillosa, que la contaré más adelante. Dios existe y ‘La poderosa’ (así llamo a mi bici) muy bien lo sabe.