Por Jaime Abanto Padilla La conocí en mi infancia y me acompañó hasta avanzada mi niñez. En el pueblo en donde nací no había luz eléctrica. Cuando la tarde caía las sombras empezaban a dispersarse en medio del frío hualgayoquino hasta que llegaba la noche y lo cubría todo con ese temor que la oscuridad suele añadirle a nuestras vidas. La lámpara era un instrumento grande en altura e infringía un absoluto respeto, debía medir unos cincuenta centímetros y tenía un asa larga de grueso alambre que la hacía ver…
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