En la esquina de la catedral

Relato

Escrito por: Guillermo Francisco Salvador Saldarriaga, comunicador y escritor

Al parecer todo anduvo en calma en aquel instante. En el cielo rozaban líneas naranjas y rojizas. Los faros se encendían intentando emular a puntos de fuego. Los autos circulaban  sin mayores problemas.  Personas surgían a mi lado y de pronto desaparecían a lo lejos. Yo estaba sentado en la banca de cemento protegido por amplias palmeras cuyas copas bailaban cada cierto tiempo. Habían pasado casi quince minutos de estar allí. Aprovechaba entonces para revisar el reloj, un pequeño llavero rojizo y una libreta color rosado que dos o tres horas antes había comprado en una tienda de una rubia de grandes ojos y buenos senos a las afueras de la ciudad.

Cinco minutos más esperé así, cuando decidí pararme en la entrada de la catedral. Pocas veces en mi vida había merodeado ese lugar. Recuerdo que me pegué a las rejas, hurgando los bolsillos de mi saco. ¿Es que acaso Estela piensa que voy a estar aquí toda la vida? Cavilaba en ello ante la mirada curiosa de una viejecilla de cabellos desordenados que vendía golosinas y un mocozuelo de trece o catorce años que al parecer no había tenido un buen día limpiando zapatos.

Minutos después y entre el amplio patio que se estaba llenando de individuos de cabellos canos y trajes elegantes, vi que una gama de puntos luminosos bañaba el cielo y la ciudad. Hacía varios días que en la metrópoli no se brindaba un espectáculo como este. Empecé a escribir un mensaje en el celular, cuando de repente algo me trastocó, una voz que venía desde las rejas dijo mi nombre. Se trataba de un tipo chato, gordinflón, pelos parados y camisa a rayas que ni bien me miró, me saludó. Junto a él estaba una silueta mediana que vestía un suéter celeste y llevaba el cabello esponjoso, había pasado cerca de mi costado sin siquiera mover la boca;  era Lola Dasso. Habían transcurrido tres años que no la veía. Ambos portaban cámara, micrófono y una serie de cables que parecían enredarse entre sus manos. Habían surgido como dos animales desesperados, acaso excitados en busca de su presa. Por mi parte seguía con el celular en mano, terminando de escribir el bendito mensaje en una de las esquinas del patio con la escasa esperanza de que Estela, mi novia, asistente de una tienda de ropa surgiera y nos esfumáramos de una vez de allí.

Pero no, aún no aparecía mientras guardaba el celular, y subrepticiamente sacaba un pucho y me lo ponía en los labios ante la mirada atónita de una recua de vejetes con lentes gruesos y corbatas mal puestas que merodeaban en el umbral de la catedral. Justamente por aquí circulaban tanto Dasso como el individuo gordinflón. ¿A quién esperaban? ¡Quizá al alcalde, al arzobispo o algún tipo que con mucha plata cree que puede ser el dueño de la ciudad! No lo sabía. Encendí el pucho pero lo apagué de inmediato porque una mujer de cabellos largos, vivos ojos, largas pestañas y vestido rojo, a quien había visto en las portadas de los periódicos, salió de la catedral y empezó a estar rodeada por tipos como Dasso y el panzón quien ya se había puesto la cámara sobre los hombros e intentaba mantenerse quieto, al menos así parecía.

Me acerqué ante el mar de flashes y la oleada de voces que se aglutinaban y no parecían entenderse, cuando luego de unos minutos al fin una voz conocida volvió a inquietar mis oídos. Era Lola Dasso. Su voz continuaba siendo cantarina, como la vez que hablamos de nuestros primeros romances de adolescencia. En aquella ocasión la mañana lucía fría, cuando nuestros cuerpos, como dos avecillas desconocidas, se acercaron. Sentí sus dedos sobre una de mis manos. Luego en medio de un charco en sus ojos, se me pegó en el pecho. Hasta ese momento ella nunca lo había hecho. Nos besamos. Esa noche, ante una habitación de muros rojizos y luces de neón débiles y luego de unas breves palabras, probé su dermis lozana, trigueña, fresca, de pechos duros, labios gruesos y frente amplia que aún conservaba.

Pronto Lola se alejó de mi vida. 

Ese día en medio del tumulto que parecía sempiterno ella volvió a estar junto a mí. Y más aún cuando luego del desorden, el gordo salió de la explanada seguro para buscar un taxi o llamar por teléfono.

Recuerdo muy bien los ojos de ella cuando se percató que la seguía: duros, adustos, como si ante ellos se pudiera desafiar al mundo. Sin embargo aquello no me arredró. Dije su nombre, con la misma calidez que varias veces lo repetía durante nuestros encuentros.  Empecé a tocar sus manos. Ella dijo algo, quizá mi nombre. No recuerdo. Sus dedos, frágiles y pequeños, parecían fragmentos de algún bloque de hielo. Fue en ese momento que pegué mis labios sobre los de ella. Su lengua luchaba contra la mía mientras sus uñas se introducían en mis dedos y en algún rincón de las muñecas y las palmas. Pronto, y no sé cómo, me di cuenta que sus ojos se volvían blandos como si empezaran a ceder en ese combate donde solo la luna que se asomaba tímidamente era la única testigo de esta escena.

Empecé, sin bloqueo, a saborear su lengua y la hilera de dientes que yo nunca había dejado de alabar. Rocé sus cabellos, su frente, sus mejillas. Ella dijo mi nombre como en los buenos tiempos. Luego saltaron algunos susurros y murmuraciones. Lola Dasso volvió a ser mía. Sin embargo una sombra de repente nos cubrió y una voz, como muchas que alternaban en esa noche y que reconocí de inmediato, disipó el momento. Era el gordo.

Lola se alejó dejándome totalmente paralizado.

En esos segundos una nube gris se clarificó con nitidez en el cielo, llegó incluso a cubrir algunos puntos luminosos que adornaban la bóveda celeste. Caminé unos pasos con las ansias de fumar un cigarrillo, pero busqué en vano uno de los bolsillos de mi saco. Pegado cerca de las rejas de la entrada, oteé la banca cerca a la palmera donde había estado ubicado más temprano, seguía ahí: pétrea, desolada, vacía, fría, casi igual como yo me sentía en esos momentos.

 

 

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